Un oasis en la ciudad de asfalto
La ciudad fría y gris esconde, entre los edificios de chapinero, el sonido del agua que recorre los cerros orientales ignorando el ajetreado movimiento de los habitantes que han llenado de asfalto sus senderos. Jóvenes saludan desde la puerta de reja que divide la Bogotá urbana, del pedazo más verde que aún se conserva libre de casas de ladrillo y edificios de cristal, la quebrada La Vieja. El agua refleja los altos pinos de 10 metros de altura que desordenadamente se acomodaron en el camino empinado de piedras y hojas dispersas que conducen al mirador de Bogotá que pocos conocen.
El sonido del pito de los carros y las conversaciones rutinarias se desvanecen a medida que el viento, capaz de hacer bailar a las hojas, toma la voz principal para ser el compás del canto de los pájaros y la respiración agitada de quienes alzan la mirada para verlos volar entre ramas. Acostumbrados a las señalizaciones y calles de cemento, el camino libre, silencioso y tranquilo de árboles que dejan filtrar la luz de la mañana a través de las hojas verdes con olor a eucalipto, hacen sentir a cualquiera en otro lugar diferente al que la Bogotá civilizada presume.
La anhelada roca desde la que Bogotá toma el tamaño de un pulgar, está a una hora de camino lleno de árboles mecidos por el viento, frailejones, líquenes verdes y naranjas que arropan las piedras, cortezas y flores de todos los colores. Arriba la vida se suspende. El aire pasa con más fuerza sin detenerse por los árboles, las aves se adueñan del espacio que es tan suyo, la niebla pareciese tocar la tierra húmeda por las frías temperaturas de la mañana y las miradas se pierden en el vacío entre cerros.
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